Manolín el Payaso

MVZ César Alejandro Cornejo Castillo
Egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México por la
Facultad de Estudios Superiores Cuautitlán.
Artículo enviado para su publicación por Laboratorios Tornel

Manolo Gómez ya había pasado por todos los escalafones de intentos por encontrar algo sólido a lo cual asirse, mesero de fiestas en fin de semana, toreando a la policía en las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México como vendedor ambulante, taxista en la zona conurbada en el Estado de México, limpia parabrisas y últimamente payasito nalgas infladas en la esquina de Gabriel Mancera y Obrero Mundial en el DF, -pero ¿qué más podía hacerse? – me cuestionó Manolo Gómez buscando en mí por lo menos algún indicio de aprobación – pero esa historia me la sabía de memoria porque la tenía enquistada en mis recuerdos, en los de casa. Manolo trabajaba para PM Stelle, ahí por la avenida de Eduardo Molina.

Era jefe de almacén sólo con la preparatoria terminada y tres hijos pequeños cuando en 1993 ante la crisis económica en el sexenio Salinista la empresa despidió a muchísima gente, ahí le tocó a Manolo, afortunadamente todavía eran los tiempos en que daban liquidaciones, las primeras semanas no dejaba de ver el documento bancario que certificaba que él poseía $6’000,000.00 (cifra anterior a que se le quitara al peso los tres ceros) ¿qué podría hacer? El haber trabajado por 20 años en lo mismo sin ser consciente de nada más que cobrar mes a mes su sueldo, le habían quitado la noción de la vida real y ahora de repente verse en la calle ante la ley de “te ofertas o te desmadras”.

Todo le daba miedo, estaba castrado de audacia, hasta que otro compañero también cesado le dijo que él se iba a dedicar a traer frutas y legumbres de Puebla a la ciudad, que si quería se juntaban y que sólo iba a necesitar una camioneta, Manolo vio su panorama resuelto y por fin se atrevió a tocar su dinero del banco, no todo, pero dio el equivalente al 50% del valor del vehículo, el resto lo iría pagando.

Ya había entrado como presidente de México Ernesto Zedillo en 1994 y muy de repente con esto de las devaluaciones, antes de hacer el primer viaje a Puebla, y cuando sólo había alcanzado a llevar a Malena su esposa en vueltecitas al súper o con sus suegros, dos o tres veces recogió a los niños de la escuela a pocas calles de su casa, y en unos cuantos días resultó que debía otra vez el 100% de la camioneta y que el dinero que ya había enviado a Puebla para la compra de dos toneladas de chiles secos, ahora sólo le servía para unos cuantos costales que cabían en cualquier cajuela -¿a poco así nada más por decreto, de un día para otro te puedes quedar sin nada?- gritaba Manolo totalmente borracho y a media calle en la madrugada del día que tuvo que devolver la camioneta a la agencia sin nada a cambio.

Agosto del 2000 -No hubo engaño-, Manolo muy claro me dijo que no tenía para pagarme en ese momento, pero que intuía que se iban a dar bien las cosas en el futuro. Yo fui, porque no sé porqué, pero no se le puede fallar a un hombre ilusionado.

Manolo ya traía las nalgotas de payaso y el rostro a medio pintar cuando me recibió a la entrada de la vecindad donde él vivía en las calles de Corregidora en pleno centro, entramos por el grueso portón desvencijado de madera, cruzando ese umbral se hizo la penumbra y el olor a añejo y humedad envolvieron mis sentidos, aquí hacía frío, no obstante afuera el sol radiante y el calor, estaba encandilado, aquí había gente en frenética actividad, las primeras viviendas todas habilitadas como bodegas, veíanse rollos de tela atiborrando ventanas o cajas apretadas hasta el techo; olor a cuero, tinta, papel o caño, apenas un centímetro más acá o más allá.

Por un pasillo ahora sí al descubierto que parecía no tener fin, llegamos casi hasta el fondo de la vecindad sorteando cachivaches, tendederos, puestecitos de dulces, más tendederos, tortillas duras acabándose de secar al sol en el piso, y hasta una escuelita de tres por tres metros, toda una Matushka, era una cuidad dentro de otra. Muchos metros antes ya se escuchaba el canto de los Gallos, entramos a la casa de Manolo, me saludó Malena la esposa, afanada en una minúscula cocina, al lado contrario tres niños haciendo tarea sentados a la única mesa, el mayor ya portaba el disfraz de payasito, al lado del cuaderno donde escribía estaban el par de globos, cual si fuesen un cilicio y que le harían tener esas patéticas nalgotas, el foco, eternamente encendido, aquí no llega luz del Sol a esta hora, Manolo saca una escalera de aluminio, la extiende y subimos a la azotea, hay que pisar sobre las tarimas puestas en el suelo o se corre el riesgo de ser tragado por la azotea, ahí, en un tejado muy hábilmente dispuesto hay ocho jaulas de 80 x 80 cm en dos niveles y ocho primorosos pollos Giros aún crestones, me asomé al terreno vecino, era un baldío, de más de mil metros con una montañita al centro de lo que hasta 1985 fue una casona de dos siglos ahora derrumbada por el terremoto y sobre ella tímidos cabellos de hierba y hasta un árbol joven de pirul en su cúspide.

Como mi sombra se proyectó hacia el piso un pollo salió despavorido de la penumbra hacia el centro del terreno soleado y otros tres en alharaca se le unieron –ahí los crié –, me dijo Manolo con un leve dejo de vergüenza por haberlo hecho en terreno ajeno y acto seguido subió la escalera para pasarla al otro lado y bajarnos para ver a los pocos pollos que aún no había encerrado. Ahí, además tenía libres seis borregos y dos chivos que se aproximaron mucho a curiosear, una covacha de madera y láminas procedentes de los mismos escombros, servía de refugio nocturno a los pollos y ahí mismo era almacén para el único tambo con alimento balanceado.

Ahora el pasto cubría amplias zonas del piso formado por el polvo de décadas de abandono -tenía pensado matar un borrego para barbacoa cuando viniera el Médico, pero ya ve que nunca pudo y nada más así de un de repente usted hoy se decidió- me dijo a manera de disculpa. Pareja por pareja bajamos de la azotea a los pollos para toparlos, es decir enfrentarlos poniéndole protectores sobre sus espolones para que no se inutilizaran, de mi diagnóstico de calidad dependía si Manolo seguía o se comía al gallo y las dos gallinas que tenía de reproductores. Así que topamos a los pollos que tenían de 7 a 8 meses de edad, eran más que buenos, eran magníficos, a Manolo se le iluminaron los ojos, la sombra de Malena nos hizo voltear y ahí estaba ella, también pendiente al diagnóstico de calidad, y al escuchar mi veredicto no pudo ocultar su emoción, al regreso ya nos esperaba con dos vasos de vidrio tremendamente grandes y que en sus inicios fueron veladoras, pero ahora llenos con agua fresca de limón y semillas de chía, en la mesa quesadillas rebosantes de flor de calabaza y que, recapacitando, provenían también del terreno baldío, para bañarlas, salsa cruda de tomate verde y trozos de aguacate de cáscara, toda una sinfonía de sabor, color, olor, textura, potenciado todo en la humildad de los ingredientes.

El que Manolo tuviera un gallo reproductor de ese calibre era toda una suerte, realmente gallos así sólo existen un 0.5% por temporada, hay criaderos donde se producen hasta 10,000 gallos por año o más y para producir esto se ocupan de 150 a 200 gallos reproductores y puede haber tan sólo uno o dos gallos como éste de Manolo a los que por la calidad de su descendencia se les denomina NICKS, así que de los diez a quince millones de gallos que se crían al año actualmente en México sólo setenta y cinco mil serán descendientes de este tipo de gallos y son los que hacen la diferencia en los campeonatos o derbies.

Manolo Gómez se prendó de estos animales a primera vista como sucede con los amores idílicos, de esto hace poco más de un año, en temporada de lluvias cuando es poco rentable estar de payasito nalgón en los cruceros, entonces y como todos los años en compañía de su primo Toñote, se sientan en el perímetro de la catedral metropolitana ofreciéndose como pintores, yeseros, plomeros o albañiles, ahí los contrató el Ingeniero García. Al principio el Ingeniero cuando entró a la catedral no veía nada ni a nadie porque venía de la clínica donde su doctor de confianza le confirmó los hallazgos de laboratorio de que tenía cáncer, salió de ahí la tarde de marzo del 99 y caminó y caminó sin rumbo fijo con la vista hacia la incertidumbre del firmamento, olvidando su carro del año en un estacionamiento y que en la mañana de ese mismo día había ganado la licitación para la construcción de un tramo de 20 kilómetros de un eje vial, sólo se detuvo ante el atrio de la catedral metropolitana, las campanas tañendo a misa de cinco lo hicieron volver en sí y entró a orar o intentar orar porque ya ni recordaba la última vez que asistió a una misa.

Al salir, reconfortado de un pacto con Dios, su visión se tornó más clara, ahí vio a sus hermanos, a miles de ellos huyendo de la lluvia que arreciaba y también vio a Manolo y a Toñote que apretujados bajo un hule amarillo de metro por metro se obstinaban en su puesto, al ingeniero le pareció valiente este afán, el Ingeniero no sentía la lluvia que le escurría por todos lados porque de ahora en adelante todo lo vería como una bendición mientras tuviera la dicha de respirar en esta tierra, ahí le dio su tarjeta a Manolo, mañana los esperaría en su gallera en calzada de la Viga.

Continuara….

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