La Maldición de Falopio

MVZ César Alejandro Cornejo Castillo
Egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México
por la Facultad de Estudios SuperioresCuautitlán.
Artículo enviado para su publicación por Laboratorios Tornel

Vengo conduciendo con pesar y aprehensión. Son las 4:30 de la madrugada, según el reloj del tablero del auto. Esos foquitos en color verde neón con que se forman los números y que apenas distingo, se distorsionan hasta parecer simplemente manchas luminosas; Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para ver bien.

Cuatro y media de la mañana. El sueño parece vencerme, mi aliento ha empañado todos los cristales del carro. Muy a mi pesar, debo abrir la ventanilla, con un estruendo el viento frío y húmedo se cuela hasta hacerme arder el costado izquierdo de la cara, ni aun así logro disipar el sueño. ¿Me detengo? Tal vez no sea buena idea; estoy a la altura de Rio Frío en dirección hacia la Ciudad de México. No soporto la sensación del aire helado, me embrutece y aminora mis ya de por sí agotados sentidos… Un poco más y llegaré a la caseta de cobro. Estoy arrepentido de haberme regresado solo desde Puebla. Hoy fue un día muy intenso, o más bien, ¿fue ayer?, pero todo iba muy bien… incluso se ganó en el palenque.

El partido al que acompañé esta vez al palenque de Puebla -según yo- es el de La Excusa (aunque en realidad se llama La Estancia) tradicionalmente lo representaba el lngeniero Claudio Salmerón, pero desde hace un par de años “el cargo” lo ocupa Epigmenio Salmerón, primo de Claudio. ¡Después de ocho derrotas consecutivas, este partido o equipo y por fin gana!, y gana bien: 7 – 1. Del puro gusto, Epigmenio “agarró la jarra”, salió del palenque ya algo “entrado” y en compañía de su inseparable séquito de rémoras (léase lambiscones) y que ni idea tenían de lo que era un gallo, partió más incrédulo que gustoso a festejar el triunfo, pero, pensándolo bien, él era un hombre constante, pues perdiendo o como ahora ganando, la conclusión era la misma, el tugurio más próximo con el inseparable revoloteadero de “buitres” (gorrones) en derredor.

Son casi las seis de la mañana, empieza a clarear y siento los ojos como si los tuviera llenos de tierra. Ya estoy en Tecámac, Estado de México; me aparto del camino asfaltado para tomar una brecha corta de terracería. A unos metros de la puerta de la gallera, en la calle, distingo que alguien está barriendo… ¿Barriendo a estas horas?– Es Fulvio, el pastor o cuidador emergente. No he detenido del todo la marcha del vehículo cuando Fulvio me aborda con mirada expectante y sin soltar la escoba, pregunta: ¿Cómo nos fue? Y acto seguido, se asoma al asiento trasero del carro donde traía las cajas de transporte con los gallos heridos.

Es curioso, pero Fulvio hoy se tomó libertades que tal vez en otro momento a él mismo le hubieran parecido impropias o excesivas, pues sin pedir permiso abrió la puerta trasera y presuroso sacó las cajas con los gallos. No bien hubo terminado y de inmediato destapó una a una las cajas para cercio- rarse de si los gallos venían vivos. “¿Ganamos?” Ver la expresión de alegría, así, tan amplia, tan natural y hasta inocente me hizo justificar en un segundo la “madriza” que representó el viaje con todo y sus penurias de esta madrugada. Estaba él ahí, parado como idiota con su sonrisa pelona, con esos dientes enormes y blanquísimos esperando mi respuesta:

¡Siete uno, ganamos siete uno nada más, maestro. Te la sacaste! – festivo le informé.

No bien terminé de decir esto, cuando ya estaba él brincando como escuincle a mí alrededor y entró corriendo a la gallera, dejando ahí todo regado a plena calle, tal vez como reacción al percatarse de sus desfiguros.

Estamos en la mazmorra, así le decimos al cuartucho en la esquina más apartada de la gallera y que ahora y desde hace un año es la morada de Fulvio, si el ingeniero Claudio Salmerón, el verdadero gallero hubiera estado sano, jamás habría permitido que Fulvio viviera en este cuartucho; pero aquí estamos festejando en una mañana muy helada y a su manera el primer éxito como pastor. Heme aquí, pues, desvelado, sentado sobre un bote de plástico que alguna vez fuera envase de pintura vinílica y a la orilla de la hornilla o fogón improvisado por Fulvio con tabiques y piedras, alimentada con leña salida de no sé donde pero que aquí nunca le falta, ya con la pared renegrida por las incontables cocciones.

Bastante agradable me resultaba envolver con ambas manos el jarro caliente que Fulvio me dio con este brebaje de olor y sabor primitivo y austero: un atole blanco de masa de maíz, reconfortante, vaporoso y llenador que a cada sorbo parecía incapaz de enfriarse, como si tuviera vida propia, energía eterna, una delicia nacida de la sencillez. Imitándole tomé un trocito de piloncillo que él dispuso sobre una hoja seca de maíz (aquí todo era economía). Sobre las otras tres paredes independientes a la renegrida de la hornilla había un sinnúmero de clavos enterrados a una altura por encima de su cabeza y que hacían la función de alacena o ropero, de ellos colgaban bolsas de plástico, manta o yute con un sinfín de ingredientes: aquélla con yerbas de olor, ésta con manteca, otra con frijol o chiles, una más con pedazos de tortilla. Aquí, como en su vida, nada sobraba, y esos trozos y remanentes bien podían ser la comida de otro día. Toda esta disposición me conminaba a pensar en todas las carencias y miserias de su cuna y lugar de origen; origen del cual, por cierto, nadie sabía, ni él mismo –o nos lo ocultaba-.

Aquí, sentado junto a la luz y el calor de una hoguera en un cuarto oscuro con mi compañero presto a sus funciones de anfitrión, muy en silencio, todo invitaba a la reflexión. Allá en Puebla, a esta hora, ya con los primeros rayos del sol, Epigmenio, el primo del patrón y toda su cohorte estarán recién tirados al sueño intoxicado. No lo juzgo por eso, no, pero para mí no es grata la compañía que se desborda a su lado. Una vez que le ven llegar, en donde sea, por ejemplo, en la gallera no hay nadie más que Fulvio, sólo hay que esperar a que Epigmenio se aparezca para que la gallera se inunde de gente. Pienso que él se ha de sentir como la luz del horizonte, ha de creer que es indispensable. Un tipo de mesías. Y en cierta forma así será, pues no hay uno sólo de sus visitantes que no traiga la intención de llevarse o pedirle algo. Aquí discurren todos los estilos de un pedigüeño: los hay verdaderos actores, que desbordan en llanto si el monto que pedirán “prestado” rebasa los diez mil, pues la abuela ha muerto- una vez más- y los entierros, ¡ay señor¡ están cada vez más caros.

Don Prisciliano es quien solicita el apoyo para la abuela, ronda por los 80 años y a mi juicio se le olvidan las cosas, pues es la cuarta vez que viene con esa misma desgracia. De todos modos, me conmueve y casi estoy dispuesto a donarle yo mismo unos mil pesos más, para que mande a hacer una losa de concreto más gruesa, pues la abuela por lo visto se desentierra con mucha facilidad en sus molestas resurrecciones. Los hay también beatos, que le traen la estampita del Santísimo milagroso.

En casa no dejamos de orar para que usted gane-. Le dicen a Epigmenio.

Y acto seguido, se arrancan enviándole bendiciones y rezos con la mano (peor que si fueran curas), mientras la doña les persigue con la bandeja de plástico en la mano, lanzando un diluvio de agua “bendita”. Los que hemos tenido suerte de haber recibido algunas gotas del “bendito líquido”, por ahí tenemos más de una prenda toda pinta. Me imagino que, en algunas ocasiones la “ñora”, que debe ser vecina de por ahí cerca, al grito de: “¡Ya llegó Epigmenio a la gallera!” a toda prisa agarra la bandeja del lavadero de su casa, la cual lleva a veces altas dosis de cloro o fab. Por lo que le digo que en ocasiones, además de bendecidos, salimos desinfectados y con la ropa
pinta. Por ahí alguien menciona:

Ora usté, mire, le dieron mil “varotes”. ¿Pues qué le dio a don Epigmenio?
Pues una estampa del santo. ¡Del Santísimo, pa’ que le vaya bien y gane!.

Ni tardo ni perezoso, para la siguiente, el preguntón llegó con varias estampitas.
Patrón… pa’ que le vaya bien-, y se las entrega a Epigmenio.

Aunque a la hora de la repartición se ve que no quedó muy a gusto, pues el billete fue de a 200. ¿Pues qué pasó? Yo creo que Epigmenio ni siquiera se dignaba ver sus regalos, porque era común ver las estampas por ahí tiradas. Esta última era de Blue Demon; tal vez por eso la dádiva fue menor. Casi puedo apostar que hoy por la tarde, ya casi de noche, si viene Epigmenio, ahora que se ganó en el palenque de Puebla, la gallera estará desbordándose de lisonjeros y entonces sí, nuestro amigo se traerá la estampa favorita del Perro Aguayo.

A punto de terminar con mi atole, no puedo menos que observar a Fulvio, absorto en sus propias cavilaciones y removiendo el caldo en una cazuela. Curioso, él llegó semanas después de que yo empezara a trabajar para este partido. Ambos llegamos por diferentes razones; las mías eran, uno, poner cordura y orden pues el dueño original el Ing. Claudio se temía lo peor con su primito y número dos, resolver el enigma del “claseo” o calidad de los gallos.

Doctor – me dijo – traigo casi puro gallo americano, de lo más fino. En lo que va del año ha cambiado mi primo no menos de tres veces al pastor; comida he dado de todas… Total, no gano.– Esto me decía y hasta donde yo podía entenderle al dueño de esta gallera, el Ing. Claudio Salmerón quien padecía una terrible enfermedad progresiva y que en el lapso de un par de años ya lo tenía en una silla de ruedas y día a día su incapacidad iba en aumento al grado de no poder deglutir y su respiración cesaría en cuestión de meses, ELA así abreviaban los doctores el padecimiento, en realidad esclerosis lateral amiotrófica. El Ing. era dueño de una enorme fábrica de tubos de albañal y concreto armado para drenaje doméstico y profundo. Su cenit lo obtuvo al ser proveedor del Gobierno del Distrito Federal: 350 trabajadores, 30 tráileres, 18 camiones, cuatro casas, la esposa, una gringa texana que le recriminaba su afición a los gallos pues ella era de la sociedad protectora, en cuanto ella tuvo el pronóstico médico del ingeniero no dudó en divorciarse y reclamar el 50% de las posesiones.

Claudio era el verdadero gallero y el día precisamente que ya no pudo pararse por sí mismo, tocó a su puerta el bendito primo a quien no había visto en años y con las instrucciones de la tía Eduviges de allá de Calvilo de auxiliarlo en todo, ese era Epigmenio y entró por la puerta grande una vez que le dijo a Claudio que era gallero de corazón, Claudio se desengañaría cuando en una de sus últimas visitas a la gallera le pidió un gallo a Epigmenio, éste a su vez le ordenó al pastor, al cuidador, que le pasara el gallo a su primo,- no Epigmenio – le dijo Claudio -, pásamelo tú, entonces Epigmenio entró al rascadero del gallo al que agarró como pudo o Dios le dio a entender quedándose ridículamente con las plumas de la cola en la mano, Claudio no dijo nada, se quedó serio pero esa semana, el domingo que era cuando el ingeniero les daba el día a los muchachos, invitó a comer a Epigmenio a un restaurant.

¿Cuándo es nuestra próxima jugada Epigmenio?
En unos días, el miércoles.– dijo Epigmenio llevándose un enorme bocado de camarones.
¿Y qué horas son ahorita?– babeando preguntó Claudio.
Las cinco primo, ¿Por qué?

¿No se supone que a esta hora deben de comer los gallos? –preguntó Claudio tosiendo enérgicamente al bronco aspirar su propia saliva pues ya tenía problemas de deglución. Y a sabiendas que un verdadero gallero jamás comería o resolvería sus necesidades antes que atender a sus gallos. Epigmenio no dijo nada, pero ahí Claudio acabó por confirmar que este hombre jamás había tenido un gallo en sus manos, no era gallero y que no le importaban en lo absoluto, se trataba de un oportunista, y Claudio tuvo miedo, entonces me mandó llamar decidido a tener sus amados gallos en buenas condiciones hasta su último suspiro, cosa que sucedería pronto pues si ahora se conoce poco de este problema la esclerosis lateral amiotrófica, en aquellos años 1989-90 nadie había escuchado al respecto.

Decía yo, los motivos de Fulvio al llegar a México eran acercarse lo más posible a la frontera gringa y en el trayecto quedaba México y había que atravesarlo, por eso vino.

Raúl Padilla, uno de los pastores o entrenadores que ya han desfilado por aquí, pidió al patrón Epigmenio un ayudante. -Pero uno que no se queje y que le entre a todo y a todas horas-. Epigmenio le recriminó que ya tenía ayudante y que para 180 gallos en toda la gallera le parecía excesivo un tercer puesto, y ahí no tanto que le importara cuidarle el bolsillo a su primo, sino que la realidad era que los gastos rayaban en el descaro y eran injustificables; pero al final cedió. Raúl le pidió a su primo que vivía en la frontera sur de la República un muchacho para la “friega”, y así llegó Fulvio a la central camionera (la Tapo), hambriento, sin ropa adecuada para esta región y aterrado, pues para empezar fueron por él a la estación hasta con cuatro horas de retraso. Yo le conocí dos días más tarde pues, como Médico, sólo iba una vez por semana; nadie allí se tomó la molestia de presentármelo, hasta que el ayudante de Raúl le llamó:

¡Hey, tú! ¿Cómo dices que te llamas? -Fulvio.-¿Cómo?
Fulvio.
Ah, sí. Oye, hay que lavar los comederos como te enseñé. Deja ahí esa escoba, luego barres.

Para Epigmenio Salmerón, lo mismo que para sus múltiples visitantes, este muchacho era invisible, parecía que no existiera. Ese día por la tarde enfrió demasiado, casi obscurecía y allá en la obscuridad del fondo, donde le habían asignado el cuarto para vivir, Fulvio cruzó los brazos abrigándose a sí mismo y se sentó sin asiento sobre sus pantorrillas, muy a la usanza indígena. Fui hasta donde estaba él. -¿No tienes un suéter? -le pregunté. El levantó la vista hacia mí con una sonrisa, se incorporó de inmediato y me dio la mano. Percibí una halitosis terrible y sus encías hinchadas, al grado que sus dientes apenas eran evidentes en una tercera parte de su verdadera longitud. En la porción visible del tórax, es decir, el área que dejaba visible su delgadísima camisa de manta, la piel se notaba como transparente y manchada; su tez, de un moreno intenso, ostentaba igualmente manchas, con los labios agrietados.

¿No tienes una chamarra? – insistí. Volvió a extenderme la mano y me respondió en un español apenas incipiente: –Mucho gusto yo, mucho gusto, Fulvio-. Era evidente que no sabía mucho el idio- ma y que no traía más que lo puesto. Contrariado, pregunté a los pastores:

¿Qué no se han dado cuenta de que no trae con qué taparse?
¿A poco no trae nada?– Los babosos apenas se fijaron en él. No obstante, les reclamé y me dijeron que le compraron unas vitaminas porque se agotaba pronto y ya para las cinco de la tarde no había poder humano que le hiciera trabajar.

Con la parasitosis y la desnutrición que trae, ¿cómo crees que así le van a servir ahorita?
Es inútil -pensé- para muchos pastores, me imagino igual con los caballerangos, en el mundo todo son vitaminas y vitaminas.

Por ello recurrí a Epigmenio Salmerón:
Oye, a tu trabajador nuevo necesitan llevarlo al médico para que le dé una checada.
¿Cuál trabajador nuevo?…

Fulvio no sabía precisar su origen o lo ocultaba, pero desde el día en que le conocí me gané su confianza cuando le regalé mi sudadera. En un principio no quiso aceptarla, porque dijo que él no tenía nada para corresponderme, y sólo accedió hasta que le pedí una horqueta de madera para resortera hecha por él mismo en su lugar de origen y que vi que portaba en la bolsa trasera de su desgastado pantalón.

¿De dónde eres?
-Honelhó Abatunmin -o eso entendí, pues, repito, no sabía él de qué estado, o país.
¿Chiapas? – No.
-¿Yucatán? – No.
¿Oaxaca? ¿O tal vez Guatemala? -No. De Honelhó Abatunmin.

También supe por él mismo que tenia 11 hermanos menores, padres y hasta abuelos. Su máximo sueño era juntar para una camioneta de tres y media toneladas (aunque él se refería a éstas como camión). Él suponía que con un vehículo de ésos, los problemas de su gente quedarían resueltos en cuanto a dinero y estatus local. Años atrás, un paisano suyo emigró a “Niu Yor” y cuando regresó años después lo hizo – en camión “tres medio” propio – según me contaba.

Así que su objetivo era llegar hasta allá y regresar con su camión y México estaba más cerca y de paso, había que juntar para emigrar. Cuando le dije que si ésas eran sus pretensiones muy probablemente era innecesario ir hasta allá, pues en un par de años quizás y disciplinándose en gastos, un vehículo como el que quería, aunque fuera de segunda mano aquí lo podría tener.

Dicho esto, se le iluminaron los ojos, y salieron a flote sus blanquísimos dientes (enormes, por cierto), ya sin las encías inflamadas, después de que el verdadero dueño el Ingeniero se enteró de su condición y desde su lecho de incapacidad mandó a que llevaran a Fulvio al doctor, eso y con algunas semanas de comer mejor y ya desparasitado lucía bien.

Dicho esto, se le iluminaron los ojos, y salieron a flote sus blanquísimos dientes (enormes, por cierto), ya sin las encías inflamadas, después de que el verdadero dueño el Ingeniero se enteró de su condición y desde su lecho de incapacidad mandó a que llevaran a Fulvio al doctor, eso y con algunas semanas de comer mejor y ya desparasitado lucía bien.

Fulvio se levantó; ya no quería escuchar más. La noticia que yo le había comunicado le daría sustento a sus días de ahí en adelante.

Siempre disciplinado, cauteloso y muy observador, sabía todo y de todos en ese mundo, pues no salía más que a la tienda y uno que otro domingo a la Alameda Central en el Distrito Federal, donde coincidían uno o dos paisanos suyos entre otros miles de trabajadores de las provincias, actividad que pronto suspendió, pues cierto día, al regresar de allá a las ocho de la noche, una patrulla en la calle lo levantó y lo encerraron. Le quitaron todo lo que llevaba, incluyendo su posesión más preciada hasta ese momento: una radiograbadora del tamaño de una sandía y que cargaba para todos lados en un morral a la espalda. Dos días después lo soltaron; en la delegación ya ni recordaban por qué lo habían detenido, ni quién lo hizo, pues gente como él a diario cae en las garras de la extorsión.

Otras salidas fueron cuando por insistencia mía, se inscribió en un curso de alfabetización para adul- tos en el patio de la iglesia, dos horas por las tardes y tres días a la semana. Curso que truncó, pues se enamoró de Zenaida, la maestra, una mujer rolliza que le sacaba por lo menos 30 cm de altura, 60 kilos de peso y 30 años en apariencia de edad. Por eso “la raza” bromeaba diciendo que Falopio se había enamorado de una mujer 30, 60, 30.

Por cierto, a todo mundo -que el mundo para él eran 10 personas a lo muchose le dificultaba u olvidaba su nombre, hasta que alguien le dijo un día, de la manera más natural:

¡Hey, Falopio!
Oiga, ¿qué Falopio no son unas trompas?¿No se llama así?
No, es Fulvio.
-¡Pues de todos modos el muchacho está trompudo!

Y Falopio se le quedó. Fue hasta entonces que para mucha gente se hizo evidente su presencia, como si acabara de llegar (a pesar de haber cumplido casi un año de estadía en la gallera), pues no era propio andar seduciendo a señoritas catequistas. Usted sabrá que el lío se hizo medio grande cuando, cierto sábado por la tarde, unas muchachitas abrieron la puerta de la bodega de la iglesia y encontraron a la señorita Zenaida tirada de panza- “Parece que convulsionando”- le dijeron al sacerdote de la iglesia- La sorpresa fue mayúscula cuando sin decir “agua va” fueron a levantarla, debajo de ella encontraron a un sudoroso Falopio o Fulvio, casi morado, pero con una sonrisota -esa sonrisa de envidia como para comercial de dentífrico – con los pantalones hasta las rodillas y en la mano derecha su inseparable sombrero de tela (tipo cazador de Indiana Jones). Lo único que resultó a su favor, y que evitó una golpiza de los feligreses, es que era su primera vez, cosa que Zenaida juró y perjuró que en su caso era igual, su primera vez.

Continuara….

Artículo publicado en:Los Avicultores y su entorno Vol No. Febrero-Marzo 2015

Fernando Puga
Fernando Pugahttps://bmeditores.mx/
Editor en BM Editores, empresa editorial líder en información especializada para la Porcicultura, Avicultura y Ganadería.
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