Carlos Buxadé
Este último fin de semana me tocó dar docencia (unas horas virtuales, claro) en un curso dedicado a jóvenes con unos brillantes expedientes académicos, presumiblemente futuros directivos de empresa (ya sean privadas o públicas).
El núcleo de la mencionada docencia se fundamentó en la exposición y análisis de la inteligencia emocional y de su correcta aplicación en el desarrollo de labores profesionales que conllevan una alta carga de responsabilidad y de riesgo.
Parto aquí del principio de naturaleza psicológica de que la inteligencia emocional es un concepto (en realidad es una entidad hipotética de difícil definición) que se refiere, por una parte, a la capacidad de las personas para reconocer tanto sus propias emociones como las de los demás, permitiendo también, por otra parte, discriminar entre diferentes sentimientos y clasificarlos apropiadamente lo que puede prevenir importantes errores conductuales.
Pero, probablemente, lo más importante para mí y es lo que intenté explicar, es que la información de naturaleza emocional constituye o puede constituir, una gran ayuda para guiar nuestro pensamiento y las conductas de él derivadas; paralelamente, nos puede ayudar a administrar adecuadamente las emociones para adaptarlas a las situaciones circundantes lo que facilita, en casos concretos, lograr los objetivos perseguidos.
Pues bien, creo que, en este caso, la mencionada docencia ha cosechado un notable fracaso.
Tengo la impresión (a causa de las preguntas que se me han formularon al final de mi exposición) de que no supe hacer llegar a mis discentes una necesaria y adecuada información de naturaleza fundamentalmente emocional al exponer cuáles pueden ser las consecuencias derivadas de las predicciones del Fondo Monetario Internacional (FMI).
Me refiero concretamente al posible futuro de nuestra realidad económica y cómo de ser acertado el mismo puede repercutir muy directamente en el devenir económico del sector agrario y, más concretamente, de nuestra actividad pecuaria (hablando siempre, claro está, en términos generales).
Debemos tener en cuenta que el FMI prevé para España y para este año 2020 una caída de un 12,8 por 100 de nuestro PIB (Producto Interior Bruto), la peor caída de todos los países analizados junto con Italia. Bien es cierto que esta predicción es mejor que la del Banco de España, que la prevé del 15 por 100.
Paralelamente, según el FMI, nuestra deuda pública podría alcanzar casi el 124 por 100 del Producto Interior Bruto (la media de la zona euro sería del 105 por 100); se trata de una previsión peor que la del Banco de España (entre el 115 por 100 y el 120 por 100), pero un poco más positiva que la formulada por la OCDE (129 por 100).
Por otra parte nuestro déficit (es decir el desajuste de las cuentas públicas) durante el presente año 2020 puede llegar al 14 por 100 del PIB, mientras que en 2021 todavía será del orden del 8,5 por 100. Estas cifras suponen una revisión a la baja de las predicciones iniciales de 4,4 y 1,7 puntos porcentuales, respectivamente.
Todo ello puede significar y aquí estaba el centro de gravedad hacía dónde se dirigía mis reflexiones y enseñanzas, que, hablando siempre en términos generales, las economías familiares a un corto – medio plazo, se resentirán gravemente y con ellas su CAN (su capacidad adquisitiva neta). SI esto es lo que acontece la demanda interna de muchos productos pecuarios (en general más onerosos que los agrícolas) se resentirá, en los próximos meses, de una forma muy significativa.
Por otra parte, si nuestra situación sanitaria no cambia drásticamente a muy corto plazo, a lo expuesto se unirá una disminución mayor de la inicialmente prevista del turismo internacional. Este turismo que trajo a España, en el año 2019, a 83,7 millones de personas, un 1,1 por 100 más que en el año anterior, y que generó 92.278 millones de euros de gasto (un 2,8 por 100 más que en el año 2018).
Por lo tanto, cabe pensar que en los próximos meses nos enfrentaremos a una situación compleja en lo que se refiere a la demanda final y al valor de los productos pecuarios a nivel ganadero (por mucho que puedan ayudar las exportaciones, que también tendrán que enfrentarse a situaciones difíciles).
Pero, lo que a mí más me preocupa es que España necesita, sí o sí, implementar fórmulas fiscales racionalmente sólidas para asentar la consolidación de la recuperación a medio plazo.
Paralelamente se me antoja absolutamente imprescindible una reducción drástica de la corrupción (directa e indirecta, léase aquí, por ejemplo “las puertas giratorias”), un recorte severo de los gastos públicos innecesarios (e improductivos) a lo que tan dados somos actualmente, una correcta ampliación de la base fiscal, una disminución de la evasión de impuestos, una eliminación de los agravios económicos comparativos (empezando por los papanatismos políticos) y, si es posible, a medio plazo, el afrontamiento de una muy cuidadosa y muy bien meditada mayor progresividad fiscal, que no origine una “mortal” fuga de capitales y una significativa reducción de las inversiones privadas.
Y para poder afrontar todo lo expuesto de una forma adecuada va a ser, en mi opinión, absolutamente imprescindible que nuestros dirigentes, tanto a nivel público como privado, hagan un elevado y correcto uso de sus inteligencias emocionales (y de ahí la razón de la temática desarrollada a lo largo de las mencionadas horas de docencia).
Ya sé que lo que pido no es nada, pero nada fácil (basta con visionar, por ejemplo, ciertas “tertulias” en nuestras cadenas televisivas para constatarlo), pero es que, en mi opinión, no queda de otra.
Artículo publicado en Los Porcicultores y su Entorno Julio- Agosto 2020